
No puedo precisar, con exactitud, cuándo lo conocí, puede haber sido antes que yo naciera, pues los lazos de amistad entre nuestras familias se remontan a dos generaciones anteriores a la mía. Recuerdo, desde siempre, estar de visita en casa de su hermano Rodrigo y su cuñada Susana, que había sido la mejor amiga de mi abuela María, y compartir allí con su extensa familia que terminó formando parte de la mía. Es por eso que, mientras para el resto del mundo él era el poeta, el escritor, el periodista, el valiente que se enfrentó a la dictadura, con su pluma y su ingenio como única arma, para mí era ese hombre gigantesco y bonachón al que todos llamábamos tío Guillermo.
Su sentido del humor es legendario y sus conocimientos tan vastos que sus conversaciones podían durar días, sin momento alguno de aburrimiento. Era un bromista natural y nadie, ni grandes ni chicos, se salvaban de sus vacilones. Siempre lo consideré una suerte de genio distraído, no sólo por sus enormes y gruesos espejuelos, sino porque siempre andaba desgarbado y con el cabello en desorden, sin importar la hora ni la ocasión, mientras se veía tan cómodo entre adultos como entre su ejército de sobrinos de todas las edades, cautivando a todos con sus historias y anécdotas.
Hoy, las historias y las anécdotas son sobre él, sobre sus logros, sobre los riesgos y peligros que enfrentó sin acobardarse, sobre su ingenio y sus bromas, sobre su increíble memoria y su capacidad infinita de jugar con las palabras y convertirlas en maravillosos escritos, en poesía, en prosa o en glosas magistrales, sobre su vida, sobre su muerte y sobre cómo pasó de gigante a inmortal.